Contenido Show
Hay recuerdos que no vienen del pasado, sino del alma.
Este texto no es una confesión ni un análisis. Es una forma de devolverle voz a ese niño que, sin saberlo, ya era viejo por dentro.
Lo que creí incomprensible en mi infancia… hoy empieza a tener sentido.
El niño que envidiaba al vagabundo
Cuando era niño, al salir de la escuela, pasaba junto a figuras que los adultos preferían no mirar. Hombres solos sentados en las aceras, removiendo cubos de basura o vagando sin rumbo. Los llamaban pobres, mendigos, inadaptados. Y a mí, como a tantos, me enseñaron a sentir lástima por ellos.
Pero había algo más. Algo que no encajaba con esa emoción aprendida.
Dentro de mí, una voz sin nombre susurraba algo distinto.
Sentía admiración. Y una especie de envidia.
Porque ellos, aunque envueltos en lo que el mundo llamaba miseria, parecían libres.
Libres de horarios. Libres de normas. Libres de rendir cuentas.
Lo pensaba en silencio, sin poder contárselo a nadie. ¿Cómo iba a decir que deseaba, de algún modo, ser como ellos?
Pero lo sentía. Lo sentía muy dentro.
Esa libertad desordenada me fascinaba.
Hoy, al recordarlo, me doy cuenta de que aquella no era una mirada infantil al uso. No era solo rebeldía contra la escuela, ni ganas de no tener deberes.
Era algo más hondo. Más viejo.
Como si esa parte mía —tan pequeña y tan antigua— ya intuyera que el sistema no tolera lo que no puede domesticar.
Me habían enseñado que ellos eran el fracaso. Pero yo… yo no los veía rotos.
Los veía despiertos de otra manera.
Como si vinieran de un lugar donde la lógica ya no sirve, pero la verdad aún respira.
¿Era intuición? ¿Era recuerdo?
No lo sé.
Solo sé que, mientras mis compañeros seguían corriendo hacia sus casas, yo me quedaba un momento más… mirando. Sintiendo. Recordando algo que aún no sabía que sabía.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Pentti Sammallahti
El viejo que habitaba en el niño
Ahora que han pasado los años, me observo con una mezcla de ternura y asombro.
Aquel niño no jugaba como los otros. Escuchaba más de lo que hablaba. Y cuando lo hacía, soltaba frases que no parecían suyas.
Frases que sorprendían a los adultos.
Frases que a veces incomodaban.
“Eres demasiado responsable”, me decían mis amigos.
“Tenemos en clase a un abuelo prematuro”, bromeaban los profesores.
“Parece que no eres de esta familia”, murmuraban mis padres, entre desconcierto y resignación.
No lo decían con malicia. Pero tampoco con comprensión.
Porque no sabían que dentro de ese niño había un viejo.
Un anciano silencioso que no había vivido esta vida… pero sí muchas otras.
Ese viejo no se mostraba siempre. Solo en ciertos momentos.
Cuando alguien sufría injustamente.
Cuando el mundo parecía demasiado ruidoso.
Cuando la soledad me rozaba sin explicación.
No era una voz. No era una figura.
Era una manera de mirar. Una forma de estar.
Ese viejo me enseñó a tener paciencia cuando todo urgía.
A observar en lugar de juzgar.
A callar cuando todos querían opinar.
Y a sentir en profundidad cosas que no entendía… pero que ya me estaban construyendo.
Hoy le doy las gracias.
Porque gracias a él llegué a lugares que no todos se atreven a visitar.
Gracias a él conocí amores que no habrían sido posibles sin esa sensibilidad.
Gracias a él, incluso en el caos, supe caminar sin romperme del todo.
Y todo —aunque suene extraño— comenzó aquel día que envidié a un vagabundo.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Pentti Sammallahti
El habitante secreto de mi alma
Con el paso de los años, he comprendido que ese viejo nunca se fue.
Siguió habitándome.
A veces como intuición, otras como cansancio antiguo… y muchas veces como guía.
La sociedad hizo bien su trabajo. Me enseñó a encajar, a obedecer, a no romper las formas.
Y en parte lo acepté. Pero no por completo.
Porque tenía una isla.
Un lugar simbólico donde podía retirarme cuando todo era demasiado.
Una tierra secreta donde los árboles no pedían explicaciones, y el silencio era refugio.
Allí, ese viejo y ese niño seguían encontrándose.
No lo cuento por romanticismo. Lo cuento porque es real.
Porque aún, de vez en cuando, cuando veo a alguien errante por la calle, con su mundo a cuestas y su mirada perdida, algo se me remueve.
No es lástima.
Es resonancia.
Como si entre nosotros hubiera un lenguaje sin palabras.
Y lo admito sin vergüenza:
Fantaseo con ser uno de ellos.
No por desdén hacia lo que tengo, sino por la llamada de lo que no se puede poseer:
la libertad de ser uno mismo sin permiso,
la conexión con lo esencial,
la escucha íntima del viento, de la tierra, de los animales.
No es un deseo suicida ni una fuga infantil.
Es un anhelo puro de pertenecer a algo más simple.
Más verdadero.
Más humano.
Y si alguna vez me preguntan por qué escribo estas cosas, por qué me sigo sintiendo a veces “fuera de lugar”…
Responderé que mi alma nació vieja. Y que ese niño, lejos de olvidarlo, aún lo recuerda.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Pentti Sammallahti
Epílogo – A veces, recordar es volver a pertenecer
Quizá este texto no sea más que eso: un intento de recordar.
Recordar al niño que veía lo que nadie le enseñó a ver.
Recordar al viejo que lo acompañaba sin decir palabra.
En un mundo que premia lo nuevo, lo joven, lo urgente…
yo he aprendido a honrar lo antiguo.
Lo que no grita, pero se queda.
Lo que no impresiona, pero sostiene.
Hoy sé que no fui un niño raro.
Fui un niño antiguo.
Y esa antigüedad era mi sabiduría encarnada, mi brújula oculta, mi forma secreta de entender el mundo.
Si tú también sentiste alguna vez que eras demasiado consciente para tu edad,
demasiado sensible para tu entorno,
o demasiado viejo para el cuerpo que habitabas,
entonces quizá no estés tan solo.
Tal vez tú también naciste con el alma doblada en el tiempo.
Y estés aquí, como yo… para recordarlo.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Pentti Sammallahti
Tal vez esto no era nuevo para ti.
Tal vez lo intuías desde hace tiempo… y solo necesitabas una forma de decirlo en voz baja.
Si es así, me alegra haberte acompañado un tramo del camino.