La paradoja de aprender de quienes no quisieron enseñarnos nada

“Hay personas que no buscan enseñarte nada. A veces ni siquiera son conscientes del daño que hacen. Y, sin embargo, te obligan a descubrir verdades esenciales: sobre ti, sobre el otro, sobre los límites.”
Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Anders Petersen.

Hace un tiempo hablé de aquellos maestros que enseñan sin quererlo, de esas lecciones que la vida te entrega disfrazadas de encuentros ordinarios. Hoy quiero contar una de esas historias, concreta y sin adornos.
Esta no es una historia sobre lo que me enseñaron, sino sobre lo que terminé aprendiendo a pesar de todo. Hay personas que no buscan darte lecciones. Solo sobreviven como pueden, arrollando a veces sin querer… o sin importarles. Y tú, si te quedas el tiempo suficiente, puedes salir de ahí con algo más que heridas. Puedes salir con una verdad. Una de esas que no sabías que necesitabas hasta que la vida te la estampó delante. Aprender de quien nunca quiso enseñarte: esa es la paradoja. Y también el núcleo de esta historia.

El aprendizaje que deja la herida cuando se convierte en espejo.

Un nombre que se volvió máscara

Hay apodos que esconden ternura, y otros que encubren cicatrices.

A mi amigo lo llamábamos El Bacalao.
El apodo venía de su oficio: buzo profesional durante más de veinte años.
Pero no de esos buzos que vemos en documentales surcando arrecifes de colores.
No.
Él soldaba estructuras en las profundidades del mar, rodeado de oscuridad, a veces solo con una línea de oxígeno como único cordón con la superficie.

Siempre pensé que si hubiese que mandar a alguien a un meteorito para destruirlo —como en la película Armageddon— él sería el elegido.
No por nobleza. Por resistencia. Por rudeza.
Por esa manera suya de enfrentarse al abismo sin hacer preguntas.

En ese mundo de presión y silencio creo que fue donde empezó a forjarse su forma de ser.
Una mezcla brutal de fragilidad blindada.
Un hombre que parecía hecho de hierro… pero que oxidaba por dentro.

Su ídolo era Joaquín Sabina.
Lo admiraba, lo imitaba… y además, se le parecía.
Bacalao se vanagloriaba cada vez que Sabina —ese antihéroe lúcido y deslenguado— se saltaba alguna norma social.
Le fascinaba que alguien pudiera decir lo que quisiera, hacer lo que quisiera… y seguir siendo amado.

Tenía algo difícil de explicar:
una sensibilidad que se le escapaba a borbotones por los gestos más insignificantes,
y al mismo tiempo, una dureza que podía resultar ofensiva, violenta, demoledora.

A veces me preguntaba, con una mezcla de rabia y ternura:
¿cómo demonios me he hecho amigo de semejante criatura?

Durante mucho tiempo pensé que esa forma de tratar a los demás era parte de su personalidad.
Pero después entendí que era parte de su armadura.

Una armadura que se volvió aún más pesada cuando perdió a su esposa tras una larga enfermedad.
Una mujer que no parecía de este mundo: serena, luminosa, tremendamente buena.
Yo la llamaba, sin exagerar, un Ser de Luz.
No entendías cómo podía existir tanto contraste entre ellos.
Pero el amor es así: misterioso.
Quizá había entre ellos un pacto invisible, uno de esos acuerdos silenciosos que el alma firma sin leer la letra pequeña.

Cuando ella murió, quedó a cargo de una niña de tres años.
Y con ella, un duelo que no sabía cómo habitar.
Entonces, la coraza que ya tenía se volvió muro.
Y tras ese muro, Bacalao se convirtió en alguien cada vez más difícil de mirar… y aún más difícil de amar.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Anders Petersen.

Lo que aguanta el alma cuando calla

Hay personas que no nos enseñan hablando, sino hiriendo. Y no por maldad… sino porque no saben hacerlo de otra forma.

Durante años aguanté lo inaguantable.
Y no me enorgullezco de decirlo.
Aguanté porque sentía pena.
Aguanté porque sabía de dónde venía su herida.
Aguanté porque no quería abandonar a alguien que ya había sido abandonado por la vida.

Pero la pena mal entendida es una trampa.
Y la compasión que no tiene límites se convierte en autoabandono.

Bacalao no era cruel con todos por igual.
Tenía sus días, sus objetivos, sus momentos.
A veces podías pasar tardes enteras con él sin un roce, incluso reírte.
Pero otras… se transformaba.

Te insultaba sin motivo.
Te humillaba con sarcasmo.
Te maldecía con frases que solo entiendes bien cuando llegas a casa y sientes ese nudo en el estómago.

Al día siguiente, como si nada.
La herida quedaba abierta en ti…
pero él ya había vuelto a la superficie, respirando tranquilo con su vieja bombona emocional: la negación.

Yo tragaba.
Lo justificaba.
“Está sufriendo”, me decía.
“Es su forma de pedir ayuda”.
Y quizás era cierto.
Pero también era cierto que yo empezaba a dormir peor, que mi cuerpo acumulaba un cansancio extraño, que algo dentro de mí se resentía cada vez que me callaba para no enfadarlo u ofenderlo.

Hubo un momento —no recuerdo bien cuándo— en que entendí que si seguía tragando me iba a enfermar.
Fue como una pequeña grieta en mi lealtad.
Una grieta que se fue agrandando día tras día, cada vez que mi alma me pedía espacio… y yo no se lo daba.

Y entonces recordé algo que me había dicho un instructor de primeros auxilios:

“La primera vida que tienes que salvar es la tuya.”

Ahí entendí que ser bueno no es lo mismo que dejarse romper.
Que comprender al otro no te obliga a destruirte por él.
Y que hay vínculos que, aunque no nacen del odio, acaban asfixiando igual.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Anders Petersen.

Lo que enseña quien no quiere enseñar

A veces no aprendemos de las palabras que nos dan, sino de las que nunca llegaron. A veces no aprendemos de la luz… sino de la sombra que nos obligó a encender la nuestra.

Bacalao nunca quiso enseñarme nada.
No me ofreció consejos ni gestos nobles.
No me acompañó en momentos difíciles ni me dio ejemplo de nada.

Y, sin embargo, me enseñó.

Me enseñó lo que no quiero repetir.
Me enseñó cómo duele justificarse durante años en nombre del “entender al otro”.
Me enseñó a reconocer la violencia silenciosa, esa que no deja marcas en la piel pero sí en la dignidad.

Me enseñó que el sufrimiento no justifica el daño, aunque lo explique.
Que algunas personas no están listas para ver lo que hacen, y tú no puedes vivir esperando que despierten.
Que hay una diferencia entre tener compasión… y vivir arrodillado.

Me enseñó que no todo vínculo que duele se convierte en algo valioso si insistes en quedarte.
Que la enseñanza, a veces, llega al marcharte.

Y lo más paradójico es que, en medio de todo ese paisaje áspero, hubo un momento de belleza inesperada.
Una tarde cualquiera, en una terraza cualquiera, Bacalao trajo a su hija pequeña.
Tendría unos ocho años.
Una niña introvertida, desbordada por una ausencia que no sabía nombrar y por el cariño torpe de quienes intentaban criarla.

Sonaba música en la terraza, y quise aliviar un poco su peso.
Empecé a simular que tocaba una batería imaginaria, siguiendo el ritmo de la canción que sonaba.
Ella me miraba al principio con timidez… hasta que rompió a reír.
Entonces le propuse que hiciera como si tocara la guitarra, y allí estábamos los dos:
ella, tocando una guitarra invisible; yo, aporreando tambores que no existían.
Durante unos minutos, el dolor quedó suspendido.
Durante unos minutos, volvimos a ser niños.

Años más tarde supe que esa niña se había hecho cantautora, que había formado parte de un grupo de pop.
Y aunque sé que su historia es suya y que sus decisiones no dependen de una tarde aislada,
no puedo evitar pensar que, quizás, en aquella batería invisible, en aquella guitarra de aire,
hubo una semilla.
Una chispa pequeña, pero viva.

No hay enseñanza más grande que esa:
dar algo sin saber que lo estás dando.

Ahí entendí, mucho después, que los verdaderos maestros no siempre vienen con linterna.
A veces son la propia oscuridad que te obliga a buscar la tuya.
Y otras veces, sin proponértelo, eres tú quien enciende una luz en otro
sin saberlo.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Anders Petersen.

Epílogo – Saber irse sin borrar lo vivido

Algunas distancias no se toman por odio… sino por respeto a uno mismo.

Ya no hablo con Bacalao.
No porque estemos peleados.
No porque le guarde rencor.

Simplemente entendí que no quiero vivir en su mundo.
Ese mundo denso, cortante, donde la ternura no tiene espacio…
y el dolor se disfraza de superioridad.

Hoy, cuando viajo a Europa, a veces le escribo.
Quedamos en una terraza, tomamos una cerveza, hablamos de lo de siempre.
Y al rato, cuando la conversación empieza a volverse gris,
cuando me lanza ese gesto amargo,
cuando me dice:

—Te envidio, Juan. Te envidio…

Entonces sé que es el momento de irme.
No porque no lo quiera.
Sino porque he elegido quererme también a mí.

Alejarme no fue rechazarlo.
Fue entender que hay lugares donde uno ya no puede habitar sin traicionarse.

Hoy, cuando miro atrás, veo algo extraño:
que de ese vínculo difícil, áspero, hubo algo que floreció.
Una lección que él nunca quiso darme.
Una verdad que se abrió paso sola:

Hay quienes nos enseñan… simplemente porque nos obligan a despertar.

Que tus sombras no sean cárcel, sino mapa.
Que lo que dolió en otro no se vuelva cadena en ti.
Que recuerdes: a veces también somos luz sin saberlo.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Anders Petersen.

Tal vez esto no era nuevo para ti.
Tal vez lo intuías desde hace tiempo… y solo necesitabas una forma de decirlo en voz baja.
Si es así, me alegra haberte acompañado un tramo del camino.

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