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Hay personas que parecen hechas de piel más fina. Todo les llega más hondo.
Las miradas, las palabras, los silencios.
A veces, ser así es hermoso.
Otras veces, simplemente duele.
Este artículo nace desde ese lugar: donde la sensibilidad deja de ser virtud y se convierte en carga.
No pretende dramatizar ni levantar murallas. Solo abrir un espacio donde reconocerse… y quizás, también, aprender a sostenerse.
La sensibilidad como puente y como frontera. Cómo sostener lo que se siente sin romperse por dentro.
La apertura sensorial o existencial
El alma grande de un hombre cansado
Una de esas películas que me marcó, sin saber muy bien por qué, fue La milla verde.
No es solo la historia, ni los actores. Hay algo más. Una emoción espesa, como si lo que se cuenta no ocurriera en la pantalla, sino dentro de uno.
Recuerdo especialmente a ese hombre enorme —John Coffey— con manos que parecían capaces de atrapar el cielo.
Pero no era su fuerza lo que más me impresionaba, sino su llanto.
Lloraba como lloran los niños que ya han visto demasiado.
Decía que había demasiado mal en el mundo… y que eso lo cansaba.
Aquella escena me tocó de un modo extraño.
No por lo que decía, sino por cómo lo sentía.
Durante un tiempo pensé que no conocía a nadie así. Pero no es cierto.
Una vez participé en un curso online, algo así como una terapia intensiva.
Allí había personas muy sensibles. O al menos eso decían ser. Todo lo vivían desde la herida, desde el temblor, desde la necesidad de ser vistos.
A mí me resultó abrumador. No por ellos, sino por mí.
Mi sensibilidad —esa que a veces presumo tener— no aguantó.
No soporté al maestro. No me sentí en casa entre los compañeros. Me fui.
No fue un impulso, fue un límite. Algo dentro de mí dijo basta.
Y fue ahí donde empecé a preguntarme si ser sensible era siempre una virtud.
O si, como John Coffey, uno puede simplemente estar… cansado.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Paolo Pellegrin
El vínculo con el otro o con el alma
Salvar sin hundirse
Durante una época, creí que la sensibilidad era solo un don.
Una puerta abierta hacia los demás. Una forma de tocar sin manos, de comprender sin palabras.
Pero con los años descubrí que también puede doler. Que si no se cuida, se convierte en una herida abierta por donde todo entra… incluso lo que no te pertenece.
Recuerdo que hice la objeción de conciencia en la Cruz Roja.
Uno de los instructores nos enseñó a rescatar a alguien que se está ahogando.
Pero antes de mostrarnos la técnica, dijo algo que me quedó grabado:
“La primera vida que debes salvar es la tuya.”
Contó que, muchas veces, quien se ahoga se aferra a ti con tanta desesperación que puede hundirte con él.
Y que si no consigues calmarlo, si no logras mantenerte a flote, a veces lo más sabio —lo más triste— es soltar.
Lo entendí en teoría.
Pero la vida se encarga de volver a explicártelo en carne viva.
Aquí en Guinea-Bissau, mis compañeros de trabajo me advirtieron de algo que me removió por dentro:
no dar limosna a los niños.
Lo decían con seriedad, casi con dureza.
Yo no podía evitarlo. Ver a un niño de tres años, con la mano extendida, me rompía algo que no sé nombrar.
Durante semanas, cada vez que daba una moneda, sentía que hacía lo correcto.
Hasta que entendí lo contrario.
Esos niños, me explicaron, muchas veces son instrumentos de mafias.
Su inocencia es la estrategia. Su dolor, la mercancía.
Y darles dinero no es ayudarles… es atarles más fuerte a esa cadena.
Me costó aceptarlo.
Me sigue costando.
Pero encontré un pequeño gesto para no volverme piedra:
a veces les compro algo —un dulce, unas galletas— y les pido que lo coman conmigo delante.
Es poco, sí.
Pero es algo.
Y sobre todo, es limpio.
Porque uno puede querer salvar, abrazar, dar.
Pero si no hay un borde claro, un límite firme… es muy fácil naufragar con los demás.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Paolo Pellegrin
La visión ampliada o trascendental
La piel del alma
Quizás la sensibilidad no sea una debilidad ni una virtud.
Quizás sea solo una forma distinta de estar en el mundo.
Un lenguaje antiguo, que no usa palabras pero lo percibe todo.
Una especie de radar del alma que capta los temblores que otros no sienten, los matices que no se nombran, las grietas por donde se escapa la luz.
Ser sensible es ser poroso.
Y por eso, todo entra: lo bello y lo terrible, lo tierno y lo cruel.
No hay filtro. No hay escudo.
Y eso… desgasta.
Pero también enseña.
Porque quien ha sentido demasiado, termina sabiendo algo que otros no saben.
Sabe reconocer el dolor aunque esté disfrazado.
Sabe cuándo una sonrisa es una defensa.
Sabe cuándo callar, y cuándo un silencio grita.
La sensibilidad bien cuidada no es una trinchera ni una excusa.
Es una brújula.
No pide salvar el mundo, ni cargar con la tristeza ajena.
Solo pide ser respetada. Escuchada. A veces protegida, sí, pero nunca negada.
No se trata de endurecerse para no sufrir.
Se trata de aprender a sostenerse sin dejar de sentir.
Como un árbol que no deja de ser flexible… pero ha echado raíz.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Paolo Pellegrin
Epílogo – La integración final
Que nadie toque la campana si el templo está en ruinas
He pensado muchas veces en esa frase que escuché hace años y que hoy resuena como una enseñanza velada:
“La primera vida que tienes que salvar es la tuya.”
No se trata de egoísmo, sino de lucidez.
No es falta de amor, sino respeto por uno mismo.
Porque si te rompes cada vez que otro se rompe,
si te ahogas cada vez que alguien grita,
si te desgastas cada vez que el mundo duele…
entonces dejas de estar disponible, incluso para lo esencial.
Ser sensible no es ser mártir.
Tampoco es ser débil.
Es ser humano con la piel del alma un poco más expuesta.
Y eso necesita cuidado. Silencio. Rituales propios.
Yo he aprendido a dar desde ahí.
Desde un lugar más tranquilo, más selectivo, más honesto.
A veces no puedo. A veces no quiero. Y está bien.
Porque sin un templo bien cuidado… no podríamos rezar.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Paolo Pellegrin
Tal vez esto no era nuevo para ti.
Tal vez lo intuías desde hace tiempo… y solo necesitabas una forma de decirlo en voz baja.
Si es así, me alegra haberte acompañado un tramo del camino.