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A veces, el alma guarda historias que la mente no recuerda.
A veces, mientras dormimos, nos visitan rostros que sentimos propios aunque jamás los hayamos visto en esta vida.
No sé si fue un sueño tejido por la nostalgia o una memoria real que emergió desde lo más hondo.
Solo sé que, aquella noche, encontré a alguien que parecía haberme esperado toda la eternidad.
Y aunque el encuentro duró apenas el tiempo de un suspiro, dejó una huella que, al despertar, seguía latiendo en mí como una promesa antigua.
Un sueño lúcido, una mujer imposible, y la certeza inexplicable de que algunas historias de amor no empiezan ni terminan en esta vida.
Entre la multitud, una luz
Cuando no sabes cómo ni por qué, pero reconoces.
Aparecí en un lugar lleno de gente.
No sabría decir dónde estaba, ni en qué época, pero sí recuerdo la sensación: un rumor constante de voces, pasos, presencias.
Y en medio de todo aquel bullicio, ella.
Surgió de entre la multitud como quien atraviesa un velo.
Se detuvo frente a mí, y con una sonrisa serena, como quien regresa a casa después de un largo viaje, me preguntó:
—¿Me recuerdas?
Su voz era suave, tibia, como el eco de algo que había estado esperando escuchar.
Su rostro, de rasgos serenos y luz propia, me resultaba desconocido… y al mismo tiempo, inexplicablemente familiar.
Cabello liso y oscuro, piel morena, ojos grises que parecían contener océanos antiguos.
Todo su ser irradiaba una calma que no era de este mundo.
Balbuceé una respuesta: no, no la recordaba.
Pero algo en mí —más allá de la mente— la reconocía.
No una escena concreta, no una historia específica… sino una certeza antigua, como si nuestras almas hubieran danzado juntas en otro tiempo.
Para no romper aquella magia, le sonreí, fingiendo recordar.
Ella no se ofendió.
Simplemente me miró con ternura, como quien comprende la fragilidad del olvido.
Y su sonrisa, su sola presencia, bastó para saber que aquello que empezaba —o quizá que renacía— era algo que venía de lejos.
De muy lejos.

Un amor que sabía a eternidad
Cuando el hogar no es un lugar, sino un ser.
Nos casamos como quien simplemente recuerda un compromiso antiguo.
No hubo grandes celebraciones, ni rituales fastuosos: solo la plenitud tranquila de saber que el otro era hogar.
Vivimos días que no puedo contar, porque no estaban hechos de tiempo, sino de una materia más sutil:
miradas compartidas, silencios que no pesaban, risas que curaban heridas que no sabíamos que teníamos.
Su sola presencia era suficiente para llenar la casa de una paz que pocas veces había sentido en esta vida.
Pero la calma no duró.
Conducía por una carretera desconocida, en un mundo que parecía ser el nuestro… y a la vez, otro.
La tecnología había avanzado, los paisajes eran extraños, y en la pantalla del coche comenzaron a aparecer noticias inquietantes:
un desastre natural —imparable, devastador— avanzaba por el planeta.
Mi corazón se aceleró.
Ella viajaba en un tren hacia algún lugar, ignorante quizá del peligro… o quizá sabiéndolo todo.
Apreté el volante con fuerza.
Aceleré cuanto pude, intentando lo imposible: alcanzarla, advertirle, salvarla.
Pero algo en mí sabía que era tarde.
Que esa historia que habíamos tejido con tanto amor iba a ser desgarrada de nuevo por fuerzas que no podía controlar.
Cuando el tren pasó frente a mí, la vi.
Estaba sentada junto a la ventana, y nuestros ojos se encontraron.
La suya era una mirada llena de tristeza, de resignación, pero también de una ternura infinita.
Sacudió ligeramente la cabeza, estremecida, como quien acepta con dolor un destino que no puede cambiar.
Y en ese gesto pequeño, silencioso, supe que todo había terminado.

Algo que no sé explicar
Cuando el amor es real, aunque el mundo lo niegue.
Regresé a casa con el corazón herido, arrastrando una tristeza que no era de este mundo.
No era solo la pérdida de un amor.
Era el eco de muchas pérdidas anteriores, como si aquel adiós resumiera todos los adioses que nunca supe nombrar.
Me tumbé boca abajo en la cama, intentando deshilvanar el sueño.
¿Había sido una invención de mi mente, impregnada por las historias de vidas pasadas que había escuchado horas antes?
¿Había sido solo una fantasía?
¿O había sido —de algún modo que no alcanzo a comprender— una memoria real, un fragmento de un amor vivido en otros tiempos, en otros cuerpos, en otro mundo?
No tengo respuestas.
No las busco.
Quizá, mientras dormimos, las paredes entre los mundos se vuelven más delgadas.
Quizá algunos sueños son sólo sueños…
y otros son visitas, reencuentros, suspiros de lo que aún late en planos invisibles.
No sé si ella existió de verdad, en otro tiempo, en otra vida.
No sé si la encontraré de nuevo en este o en algún otro universo.
Solo sé que el amor que sentí era real.
Tan real como la tristeza que me invadió al perderla.
Tan real como el temblor que aún hoy permanece, como una vibración sutil en algún rincón del alma.
Quizá no se trataba de recordar o de olvidar.
Quizá, simplemente, se trataba de sentir.
Y eso, a veces, es suficiente.

La promesa intacta
Algunas semillas germinan en tierras que aún no hemos pisado.
A veces me pregunto si ese encuentro fue real.
Si aquella mujer de ojos grises sigue viajando por algún lugar, esperando un nuevo cruce de caminos.
No tengo certezas.
Solo una ternura silenciosa que me habita desde entonces.
Una promesa no pronunciada, pero viva.
Quizá no era el momento de reencontrarnos del todo.
Quizá, como las mareas, también las almas tienen ciclos que se rozan, se separan y se buscan de nuevo.
Mientras tanto, guardo su sonrisa como quien guarda una semilla en el bolsillo.
Una semilla que no sabe cuándo germinará.
Pero que, de algún modo, sabe que no ha sido olvidada.
Para las almas que se buscan sin saberlo.
Para los encuentros que cruzan el umbral del sueño y la vigilia.
Para el amor que, aún en la distancia, permanece intacto.

Tal vez esto no era nuevo para ti.
Tal vez lo intuías desde hace tiempo… y solo necesitabas una forma de decirlo en voz baja.
Si es así, me alegra haberte acompañado un tramo del camino.