Contenido Show
No pensaba escribir sobre esto.
Era solo otra caminata más. Otro domingo de selva y polvo rojo.
Pero hay encuentros que no te avisan.
Y hay personas que —sin saber leer ni escribir—
te enseñan algo que habías olvidado del todo.
Una mañana cualquiera en la selva guineana se convirtió, sin avisar, en una lección de humanidad.
No dada por sabios, sino por niños descalzos y miradas limpias.
El día que un niño me llamó “branco pelele”
Como cada domingo, me levanté temprano.
El aire aún no había despertado del todo y el cielo parecía contener el aliento.
Tomé mi mochila, ajusté las botas,
y me interné en los caminos rojizos y serpenteantes de la selva guineana.
No buscaba nada especial.
Solo caminar. Respirar. Sentirme parte del paisaje por unas horas.
Pero a veces, la vida se guarda los milagros para cuando no los esperas.
En mitad de la nada —sin señal, sin ruido, sin asfalto—
empezaron a aparecer niños por los senderos.
Surgían de las chozas ocultas entre la vegetación como si la tierra los empujara hacia la curiosidad.
Nos miraban asombrados.
Nosotros, blancos, extraños, cargados con mochilas técnicas y gorros absurdos.
Y ellos, descalzos, con ropa andrajosa,
pero con una dignidad intacta…
nos gritaban entre risas:
“Branco pelele!, branco pelele!”
En criollo significa algo así como:
“¿Qué dices, blanco?”
“¿Qué cuentas, blanco?”
Pero no lo decían con burla.
Lo decían con esa mezcla de inocencia y misterio que solo los niños tienen cuando algo rompe su rutina.
Se acercaban con pasos tímidos pero firmes.
Nos tocaban como quien quiere comprobar que somos de verdad.
Nos miraban como si fuéramos personajes salidos de un cuento…
y quizá, para ellos, lo éramos.
Los mayores, mientras tanto,
reposaban a la sombra de un árbol de cajú.
Algunos sentados, otros recostados.
El tiempo parecía haberse detenido en sus cuerpos.
No por pereza.
Sino por una sabiduría que aquí olvidamos:
la de no correr cuando no hace falta.
Pronto, la timidez dio paso a la sonrisa.
Nos invitaron a su choza.
Nos ofrecieron “cana”, una bebida fermentada local.
Y algo dentro de mí se desarmó.
La alegría sin pretensión.
La curiosidad sin miedo.
La risa infantil que también vive en los adultos.
Todo eso me tocó más de lo que supe admitir en el momento.
Porque lo natural —cuando lo hemos perdido—
nos resulta milagro.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Sebastião Salgado
La lucidez de lo que nunca tuvo nombre
Podríamos llamarlos “primitivos”.
Podríamos decir que viven en la carencia, que no tienen nada.
Y sin embargo…
esa mañana, frente a sus ojos tranquilos y sus gestos simples,
fui yo quien se sintió pobre.
Pobre de tiempo.
Pobre de pausa.
Pobre de humanidad.
Mientras los niños reían y corrían descalzos,
mientras los adultos observaban sin prisa desde la sombra,
algo empezó a crujir dentro de mí.
No era culpa.
Era lucidez.
Ellos no están desconectados de la vida.
Nosotros sí.
Ellos todavía escuchan los ritmos de la naturaleza.
Todavía se permiten el silencio, el vínculo, el asombro.
Todavía miran sin apuro.
Y comparten sin cálculo.
¿Quién es el civilizado aquí?
Allí, en medio de una aldea sin wifi, sin supermercados, sin horarios…
sentí que algo en mí se reordenaba.
Como si todo aquello que doy por hecho —el ruido, la velocidad, la prisa disfrazada de éxito—
no tuviera tanto sentido como pensaba.
Vi seres humanos en su grandiosidad de humanos.
No por lo que poseían.
Sino por lo que no habían perdido.
Cuando nos invitaron a su espacio,
cuando nos ofrecieron lo poco que tenían,
no estaban haciendo un gesto cultural.
Estaban recordándonos qué significa ser humanos.
Y lo más duro de todo fue darme cuenta de que…
lo admiré como si fuera algo excepcional.
Cuando debería ser lo más natural del mundo.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Sebastião Salgado
El día que entendí que lo humano no se mide en progreso
Me pregunté muchas veces, mientras caminaba de vuelta,
¿cuándo desconectamos de la tierra?
¿Cuándo fue el día exacto en que dejamos de pertenecerle?
¿En qué momento creímos que civilizarnos era alejarnos de lo esencial?
Nos reímos del hombre primitivo.
Lo miramos desde arriba, como si hubiéramos llegado más lejos.
Pero, si lo pienso con calma…
ellos siguen en contacto con el lugar que nos vio nacer.
Y al que todos volveremos cuando llegue el momento.
¿Hombres primitivos?
¿Seguro?
No viven para parecer.
No compiten por ser más.
No temen mostrarse vulnerables.
No se esconden detrás de pantallas.
Y, sobre todo, no han perdido la capacidad de estar presentes.
Los niños nos tocaban sin miedo.
Los adultos nos ofrecían sin esperar.
Las sonrisas duraban más que una notificación.
Y el tiempo… el tiempo no era algo que se escapa,
era algo que acompaña.
Sentí envidia.
Sí, envidia.
De su alegría.
De su curiosidad intacta.
De su forma de vivir sin cálculo, sin doble fondo, sin escapar de lo simple.
Y me hice una última pregunta:
¿cuándo dejamos de ser humanos?
¿Cuándo empezamos a ser otra cosa disfrazada de avance?
Porque allí, entre chozas y risas,
sentí que la humanidad —la real, la que conmueve—
seguía viva.
Solo que… ya no estaba en nosotros.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Sebastião Salgado
Epílogo – Algunas fotos no se toman… porque ya se han guardado en el alma
No tomé fotos.
Aunque la escena lo pedía. Aunque el momento parecía eterno.
No lo hice porque ellos no lo querían.
Y porque, en el fondo, yo tampoco fui allí para capturar nada.
Fui a caminar. A observar. A dejar que el polvo rojo de la selva me entrara por los ojos y por el alma.
Y allí, en medio de la vida que no se disfraza,
descubrí que hay imágenes que no se hacen con cámara.
Se hacen con el corazón abierto.
Con la conciencia limpia.
Con ese tipo de respeto que no se dice… se practica.
Las imágenes que acompañan este texto han sido creadas por inteligencia artificial.
No buscan imitar lo real,
sino evocar lo invisible.
Porque lo que viví allí no puede reproducirse.
Solo puede recordarse.
Y si alguna vez tú también has sentido que lo más humano no se puede fotografiar…
entonces quizá también has estado en una isla como esta.
Solo que con otros nombres.
Y otras almas.
Pero con el mismo silencio revelador.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Sebastião Salgado
Tal vez esto no era nuevo para ti.
Tal vez lo intuías desde hace tiempo… y solo necesitabas una forma de decirlo en voz baja.
Si es así, me alegra haberte acompañado un tramo del camino.