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Hay gestos que parecen pequeños, pero abren mundos.
Dar la mano. Ayudar a alguien. Preguntar si el otro necesita algo. Este artículo no habla de héroes ni de santos, sino de ese impulso cotidiano —a veces limpio, a veces confuso— que nos lleva a cuidar, a acompañar, a sostener.
¿Lo hacemos por amor? ¿Por necesidad? ¿Por miedo a no ser útiles?
¿Existe el altruismo real o siempre esperamos algo a cambio, aunque sea una sonrisa? Desde escenas de la vida real —un compañero servicial, un sacerdote luminoso, una deuda que nadie pidió—, este texto se adentra en las capas del acto de dar.
Y en cómo ese gesto puede ser un refugio… o una cárcel, según desde dónde nazca.
Un viaje íntimo a través del acto de cuidar: desde la sospecha, la deuda emocional y la espiritualidad cotidiana, hasta la libertad de ofrecer sin pedir nada a cambio.
La apertura sensorial o existencial
Una muerte, un eco, una pregunta
Esta mañana, sobre las siete y media, me llegó una noticia: había muerto el Papa Francisco.
Todavía no sé si fue real o un bulo de esos que circulan rápido… pero eso no fue lo importante.
Lo que me sorprendió fue lo que me hizo sentir.
No soy particularmente religioso.
Y sin embargo, al oírlo, pensé enseguida en esas personas —religiosas o no— que dedican su vida a cuidar de otros.
Personas que no están en las portadas, ni en las redes, ni en el centro del mundo… pero que todos los días sostienen algo o a alguien: ancianos, alumnos, enfermos, causas perdidas, palabras que nadie escucha.
Y sentí una mezcla de respeto, admiración… e incluso un poco de envidia.
Como si hubiera en ellos algo que yo todavía no he terminado de comprender.
No un sacrificio, ni una misión.
Sino una especie de claridad silenciosa, una forma de estar en la vida donde cuidar no es esfuerzo, sino naturaleza.
Pensé en esa gente que no espera nada. Que da porque sí.
Y entonces me hice una pregunta que aún no he podido responder del todo:
¿se puede dar sin esperar, de verdad?

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Cristina García Rodero.
El vínculo con el otro o con el alma
La deuda que nadie pidió
Durante mucho tiempo creí que cuando uno hacía algo por los demás… el otro adquiría una deuda contigo.
No una deuda grande, ni de las que se reclaman. Pero sí algo. Un pequeño “te toca a ti ahora”.
Un equilibrio tácito.
Un intercambio justo.
Hasta que una amiga, con esa lucidez simple que a veces corta más que mil teorías, me dijo:
— Si esperas algo a cambio, no es un favor. Es una inversión. Y las inversiones pueden salir bien… o mal. Pero no las llames favores.
Esa frase me desarmó.
Y, desde entonces, cada vez que hago algo por alguien, algo en mí se detiene un segundo.
Me pregunto: ¿lo hago porque me nace, o porque inconscientemente espero algo?
Y si la respuesta no es limpia, prefiero no hacerlo.
Me pasa a veces que alguien intenta devolverme un favor. Con prisa, con ansiedad, con la necesidad de quitarse de encima esa deuda invisible.
Entonces les explico que no deben nada. Que fue un regalo.
Pero muchas veces no me creen.
Como si el gesto de recibir sin devolver fuera, en sí mismo, una amenaza a su dignidad.
Y ahí me asalta otra pregunta: ¿por qué nos cuesta tanto recibir sin sentirnos en deuda?
¿Es orgullo? ¿Cultura? ¿Una forma aprendida de relacionarnos?
Con el tiempo he ido viendo que el cuidado tiene muchas caras.
Hay quienes cuidan desde el alma, y quienes lo hacen para ser queridos.
Hay quienes dan porque lo sienten… y quienes dan porque si no lo hacen, no saben quiénes son.
Pienso en JoséL, un compañero de trabajo que está siempre atento, casi exageradamente.
Si apenas muevo una ceja, me pregunta si necesito ayuda.
A veces le digo que no.
Otras veces, le contesto con esa mezcla de ironía y afecto:
— JoséL, cuando necesite ayuda, estate tranquilo… que te la pediré.
He intentado comprenderlo.
Es tan servicial que una parte de mí no puede evitar pensar: ¿querrá algo?
Pero otra parte —la que empieza a aflojar el juicio— simplemente observa y se pregunta:
¿y si él encuentra sentido cuidando?
¿Y si lo suyo no es una estrategia, sino su forma de habitar el mundo?
Entonces no sé si es un cuidador, un manipulador suave, un alma sensible, o todo eso junto.
Solo sé que a veces, cuando uno da… algo más se mueve.
Y no siempre sabemos nombrarlo.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Cristina García Rodero.
La visión ampliada o trascendental
Cuando cuidar se parece a orar
No todos los que cuidan lo hacen desde el alma.
Pero hay quienes lo hacen, y cuando los ves… lo sabes.
Emitirán luz, o no. Dirán poco, o mucho. Pero hay algo en su presencia que no pide, no pesa, no espera. Solo está.
A veces pienso que esas personas están conectadas con otra frecuencia.
No cuidan por deber. No ayudan por miedo a ser malos.
Lo hacen porque dar forma parte de su forma de respirar.
Conocí a uno de ellos en Guinea Ecuatorial.
Se llamaba Padre Tomás. Un jesuita que vivía en el interior del país, dando clases a niños que no tenían casi nada.
De vez en cuando bajaba a la ciudad a conseguir lo justo: lápices, ropa, arroz, jabón. Todo era bienvenido. Todo era para otros.
Una vez me lo encontré en la calle. Le ofrecí dinero.
Él me sonrió con esa serenidad que no se compra y me dijo:
— No quiero dinero. Cómprales algo tú. Lo que te parezca.
Y entendí.
No quería que yo donara desde la distancia.
Quería que me implicara. Que eligiera. Que pensara.
No por control, sino porque sabía que el verdadero acto de cuidar no es dar… sino estar presente en lo que se da.
Compré unos cuadernos y bolígrafos.
No fue gran cosa, pero el gesto tuvo un sabor distinto.
Sentí que había puesto algo de mí en eso, que no era solo “ayuda”, sino vínculo.
Y por un momento —breve pero limpio— comprendí que el acto de dar no era un gesto externo, sino una oración silenciosa.
No sé si eso es altruismo.
Tal vez no importa la palabra.
Lo que importa es desde dónde nace lo que hacemos.
Porque el mismo gesto —dar un cuaderno, preguntar si alguien necesita ayuda, sostener la mirada— puede ser un puente al alma… o una cadena sutil.
Quizá cuidar sea uno de los pocos actos que, bien hechos, nos devuelven al centro.
Y como todo lo sagrado:
si lo haces desde el personaje, se nota.
Pero si lo haces desde lo profundo, no hace falta que lo expliques. Se siente.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Cristina García Rodero.
Epílogo – La integración final
Cuando cuidar deja una huella que no pediste
A veces uno da sin pedir nada.
Lo hace desde un lugar honesto, silencioso, sin estrategia.
Pero al otro lado, algo se activa.
Y ese algo, muchas veces, se llama deuda.
No porque tú la hayas impuesto,
sino porque la otra persona, sin saber cómo,
se siente obligada a devolverte algo.
Una palabra, un gesto, una forma de compensar.
Y entonces descubres que incluso el cuidado más limpio puede incomodar.
Que recibir no siempre es fácil.
Que aceptar ayuda sin devolver nada… a veces es más difícil que ayudar.
Me pregunto si en realidad el problema no está en dar…
sino en que no nos han enseñado a recibir sin culpa.
Como si aceptar algo fuera una confesión de carencia.
Como si no poder devolver algo nos hiciera menos.
Y sin embargo, cuidar debería ser eso:
un gesto que no deja rastro de deuda,
sino una presencia que deja espacio para el agradecimiento.
No el agradecimiento que pesa,
sino el que respira.
Quizá por eso, cuando doy ahora,
intento hacerlo de una forma nueva:
donde el otro no sienta que me debe nada.
Solo, tal vez, que fue visto.
Y que estuvo acompañado.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Cristina García Rodero.
Tal vez esto no era nuevo para ti.
Tal vez lo intuías desde hace tiempo… y solo necesitabas una forma de decirlo en voz baja.
Si es así, me alegra haberte acompañado un tramo del camino.