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Durante mucho tiempo creí que la infancia era algo que simplemente quedaba atrás.
Hoy sé que no es así.
Que el niño que fui sigue viviendo en algún rincón de mí, esperando, observando, a veces suplicando.
Este texto nace de ese reconocimiento:
del encuentro íntimo y sereno con el pequeño que, a pesar de todo, nunca dejó de creer que algún día sería abrazado.
Una carta íntima para reconciliarme con el niño herido que una vez fui, y para honrar la vida que aún late en él.
La grieta que nunca cerró
Durante años miré hacia adelante, creyendo que la infancia era solo un capítulo cerrado.
Algo que quedó atrás, sepultado bajo responsabilidades, trabajos, mudanzas y silencios.
Pero la verdad —una verdad que tardé mucho en aceptar—
es que el niño que fui nunca se marchó del todo.
Siguió caminando dentro de mí, escondido, a veces enojado, a veces callado, a veces temblando de miedo.
Me di cuenta de esto observando a otros.
Adultos que, en sus reacciones más espontáneas, mostraban gestos que no eran de su edad…
sino de su niño interior aún hambriento, aún inquieto, aún dolido.
Y entonces me pregunté:
¿Y si yo también arrastro un niño herido?
¿Y si mucho de lo que soy no nace de mi voluntad actual, sino de necesidades antiguas no resueltas?
La pregunta fue una grieta suave pero profunda.
Una grieta que no cerró.
Una grieta que me invitó —por primera vez—
no a entenderme con la cabeza,
sino a tenderme una mano con el corazón.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Rinko Kawauchi
Una carta que no podía esperar más
No sabía muy bien cómo hacerlo.
No sabía si debía escribir una carta, pronunciar un discurso, inventarme un ritual.
Solo sabía que había algo pendiente:
una conversación que había esperado demasiado.
Así que, sin estrategias, sin guiones, dejé que el corazón hablara.
Y nació esta carta:
Querido amigo del alma,
Sé que tu infancia no fue todo lo luminosa que debió ser.
Sé que lloraste más de la cuenta, más de lo que un niño debería llorar.
Pero quiero que sepas algo:
tus padres hicieron lo mejor que supieron.
Si hubieran sido más conscientes de cuánto dolías, si hubieran tenido otras herramientas, estoy seguro de que te habrían amado de otra manera.
Ellos te querían… aunque no siempre supieran demostrarlo.
No es una excusa.
Es solo la verdad que da paz:
nadie puede dar lo que no recibió.
También sé que no era justo.
Que fuiste un hijo no buscado.
Que sentiste, a veces, que preferían a tu hermano.
Y aun así, no cultivaste odio.
Encontraste apoyo donde otros hubieran sembrado resentimiento.
Recuerdo que también cargaste con las frustraciones de los abuelos, y con la rabia ciega de algún tío.
Pero ahora veo que no eras el problema.
Eras solo el espejo donde ellos proyectaban sus propias heridas.
¿Entiendes ahora lo raros que son los adultos?
A veces tan ciegos, tan torpes, tan incapaces de proteger a quien más necesita ser protegido.
Por todo eso —y por lo que aún no sé nombrar—
te pido perdón.
Te agradezco.
Te abrazo.
Eres más valiente de lo que nadie te dijo.
Eres más fuerte de lo que jamás te reconocieron.
Y hoy, querido mío, te miro con los ojos que merecías desde el principio:
con amor,
con respeto,
con infinito orgullo.
¡Te quiero, campeón!

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Rinko Kawauchi
Reconocer al niño en otros
Después de abrazar a mi niño interior, empecé a verlo en los demás.
En esos gestos espontáneos que no encajan en cuerpos adultos.
En esas reacciones desproporcionadas, en esas rabietas silenciosas, en esos anhelos todavía a medio decir.
Vi niños atrapados en cuerpos de hombres.
Vi niñas asustadas tras miradas de mujeres curtidas.
Y comprendí que muchos de nosotros —casi todos, quizá—
llevamos dentro una infancia inacabada que sigue buscando reparación.
Tuve la suerte de viajar por África.
Allí vi niños de siete, ocho, nueve años,
cargando agua, cuidando a sus hermanos, trabajando la tierra…
y caminando con una dignidad que parecía prestada por los siglos.
Vi adolescentes con rostros serios, con almas prematuramente templadas,
porque la vida, sin pedirles permiso,
les obligó a crecer antes de tiempo.
Y luego, al volver a Europa, vi otra cara del mismo espejo:
adultos de treinta, cuarenta, cincuenta años,
aún atrapados en una adolescencia emocional,
peleando con la vida como quien discute con un padre ausente.
Y supe que no se trata solo de edad biológica.
Se trata de otra cosa:
de cómo nos acompañaron —o no— en el viaje de crecer.
Hoy sé que un niño herido no desaparece por cumplir años.
Sigue viviendo dentro.
Sigue buscando amor, respeto, pertenencia.
Y sé también que, si no somos conscientes de él,
corremos el riesgo de convertirnos en adultos que no saben amar sin exigir,
proteger sin controlar,
vivir sin temer.

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Rinko Kawauchi
Epílogo – Donde el niño y el adulto se encuentran
Hoy sé que no se trata de olvidar.
Ni de culpar.
Ni siquiera de entenderlo todo.
Se trata de aceptar que aquel niño sigue viviendo en mí.
Y que no necesita que le niegue, ni que le reproche, ni que le exija crecer más rápido.
Solo necesita lo que todo niño siempre ha necesitado:
un abrazo limpio.
Una presencia tranquila.
Una promesa de que ya está a salvo.
Cuando cierro los ojos, a veces lo veo.
Pequeño, silencioso, curioso.
Ya no escondido, ya no herido.
Simplemente allí, sentado a mi lado,
sin miedo a ser visto.
Y entonces sé que todo este viaje —las heridas, las búsquedas, las palabras—
no eran para rehacer el pasado.
Eran para reunirme con él.
Y en ese encuentro, reunirme también conmigo mismo.
Hoy, por fin, sé que ese niño y este adulto
caminan juntos.
Y que, mientras sigamos de la mano,
ningún miedo podrá devolvernos a la soledad.
“Para el pequeño que esperó bajo tantas máscaras.
Para el adulto que supo quitarse una a una, hasta encontrarse.
Que nunca olvides: fuiste tú quien abrió la puerta, y quien ahora puede caminar libre.”

Imagen original creada por AIImageryLab para Island404, inspirada en la estética de Rinko Kawauchi
Tal vez esto no era nuevo para ti.
Tal vez lo intuías desde hace tiempo… y solo necesitabas una forma de decirlo en voz baja.
Si es así, me alegra haberte acompañado un tramo del camino.